Universidad, corrupción y desprestigio
Nuestra obligación es crear una élite dotada de sentido crítico; pero en la mayoría de las universidades está sucediendo lo contrario
He aquí una de las grandes paradojas de nuestros tiempos. Las universidades del mundo están experimentando una edad de oro, con más fondos, más clientela, más peso económico y más influencia social que nunca. Y jamás han sido -con unas pocas excepciones honradas- tan inútiles, tan corruptas ni tan irrelevantes para las necesidades urgentes y fundamentales de las sociedades que las nutren y las pagan.
La corrupción se ha manifestado recientemente de una forma chocante y sin precedentes. Altos cargos de algunas universidades de EEUU de enorme prestigio recibieron sobornos de William Singer, un profesional supuestamente dedicado a aconsejar a familias sobre temas de educación. Hijos de ricos y de celebridades ingresaron sin haber logrado las notas precisas en Yale, Georgetown y las universidades de Texas y de California, entre otras. Se manipularon certificados falsos. Se inventaron curricula vitae. Se plagiaron trabajos. Sobre todo, se entregó dinero en cantidades fabulosas -millones- en manos sucias de gente que ejercían cargos de confianza que debían ser sagrados e inviolables. Todavía no se han develado los límites del escándalo: se trata de docenas, tal vez de cientos de casos.
Claro que en cualquier sistema competitivo las familias buscarán formas de conseguir ventajas para sus hijos -empleando tutores, contratando clases privadas, explotando los privilegios que da el dinero o el enchufe social-; es un nivel de corrupción históricamente ineludible en el Occidente capitalista. Lo soportamos para poder mantener un sector universitario eficaz y políticamente independiente, y lo corregimos, dentro de lo que cabe, con becas y apoyo estatal a los hijos de los menos privilegiados. Pero lo que está pasando en EEUU es distinto: si se admite a ricos y tontos para excluir a pobres y hábiles, la universidad se convierte en un casino.
La corrupción del sector estadounidense es extrema pero muy representativa de estos tiempos. Graduarse parece ser imprescindible para un joven hoy. Pero los graduados concluyen su formación de un modo insuficiente y necesitan otro grado más o un curso de formación profesional para poder optar a una plaza. Se engordan las instituciones educativas, mientras sus alumnos se empobrecen y se colman de deudas. En gran parte del mundo, empresas turbias pagan programas de investigación para justificar prácticas más que cuestionables -modificaciones genéticas, daños al medio ambiente, manipulaciones de mercados- o llenar sus cofres con precios desorbitados de las drogas o inventos tecnológicos que se producen. Y gobiernos y organizaciones políticas hacen lo mismo para respaldar su propaganda. En algunos lugares, los profesores se eligen no por sus calidades intelectuales sino por su fiabilidad política. En China, las universidades son órganos de una dictadura para suprimir la religión y reprimir a la oposición política. Y en todo el mundo hemos visto a docentes sancionados o injustamente despedidos por ser demasiado liberales, o demasiado conservadores, o defensores del pluralismo cultural.
El programa típico de estudios en una universidad hoy ya no responde a los valores universales de la verdad, el humanismo y el servicio a los demás, sino a las prioridades comerciales y de consumo o a las exigencias particulares de partidarios de tal o cual moda política o tendencia social: en algunas instituciones, el fanatismo religioso o el libertarismo; en otras, el feminismo, el anticolonialismo, la política de género, el cientifismo, el laicismo y sobre todo la corrección política. Por poner mi ejemplo personal, tras una década de servicio en la Universidad de Notre Dame, por primera vez siento vergüenza por pertenecer a ella.
Tenemos unos murales pintados en los años 80 del siglo XIX en un estilo sentimental y romántico característico de la época por un pintor italiano, Lugi Gregori, a quien contrataron los sacerdotes que gestionaban la universidad para reivindicar el catolicismo norteamericano. Fue una época difícil para la iglesia en Estados Unidos, entre el odio y violencia del Ku Klux Klan, el rechazo por el nuevo ateísmo que iba aumentando su influencia en círculos intelectuales, y la ferocidad política del movimiento anticatólico y anti-inmigrante. El protagonista de los murales es el que estaba considerado como el gran héroe del catolicismo americano en aquel momento: Cristóbal Colón, símbolo de la llegada del cristianismo al Nuevo Mundo. Para representar a los personajes de la Corte de los Reyes Católicos, Gregori retrató a varios profesores de la Universidad, enfatizando así el papel de Notre Dame en la perpetuación del trabajo lanzado por el Christo ferens genovés.
Las pinturas son, por tanto, parte imborrable de la historia del centro y un recuerdo de una época en la que el imperialismo se entendía positivamente en el país de la doctrina del Destino manifiesto. Pues bien, un puñado de supuestos ofendidos denuncia ahora las imágenes de Gregori porque, dicen, suponen un menosprecio a los indígenas. No es así: la visión compleja de Gregori correspondía a la del mismo Colón, para quien los indígenas eran en ciertos aspectos moralmente superiores a los europeos por su inocencia, su sencillez, y su pobreza. Los dibuja con la dignidad de nobles salvajes, ostentando hacia Colón, en sus momentos de desgracia y condena, simpatía y humanidad profundas. Pero, para acatar la ignorancia y el victimismo fingido, la Universidad se ha propuesto ocultar los murales como si fueran las patas excesivamente sinuosas del piano de una matrona mojigata de la época isabelina.
Así que mi Universidad, que solía ser un oasis de libertad en el desierto de la corrección política, ha acabado siendo como las demás en Estados Unidos. Sin defender la verdad, que es lo propio de las letras y las ciencias, se ha dejado vencer por la ignorancia. Propuse al rector que, en lugar de ocultar los murales, encargara una nueva obra para homenajear a los indígenas cuyos terrenos ancestrales ocupa el campus. Ni me contestó. Curioso, ¿verdad?
Es difícil pensar en una Universidad cien por ciento recomendable en EEUU. En mis giros académicos, que me llevaron en 2018 y 2019 a Inglaterra, Colombia, Perú, Chile y España, he sacado buenas impresiones de la Universidad de Buckingham, en Inglaterra, y de la Javeriana de Bogotá, por el vigor del debate intelectual en el profesorado; de las de los Andes de Bogotá y de Santiago de Chile - ésta, católica, y aquélla, laica- por el nivel alto de los estudiantes y el rechazo de la inflación de notas; y, en España, la de Navarra por la atmósfera colaboradora de respeto mutuo que une a profesores y estudiantes. Todas ellas destacan por su resistencia a la corrupción financiera y a la corrección política.
El episodio de los murales colombinos de Notre Dame es parte del abandono de la vocación auténtica de las universidades en nuestros días. Nuestra utilidad pública no consiste en formar profesionales ni hombres de negocios: eso lo podrían lograr los mismos negocios y profesiones a menos coste y con más eficacia; ni en autorizar los tabúes de moda ni los shibboleths de un momento determinado: eso lo harán las redes, internet y la prensa amarilla; ni en estar dispuestos al servicio de los estados ni las potencias de este mundo: ellos tienen fuerzas armadas, medios de comunicación y recursos propagandísticos ampliamente suficientes para imponer su voluntad. Todo lo contrario: nuestra obligación académica es contestar las normas vigentes, crear una élite dotada de un sentido crítico, una inteligencia razonada, una cortesía perfecta, una apertura intelectual inagotable, una simpatía humana sin límites, una dedicación entrañable al bien del mundo y un compromiso incansable con la verdad. Cuando dejemos de tener tales élites -ya no las tenemos en Estados Unidos ni en Inglaterra a juzgar por las desgracias del Brexit y del trumpismo, y quedan muy pocas en España-, estaremos en manos de ideólogos incompetentes o tecnócratas, intelectualmente cerrados.
Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame (Indiana, EEUU).
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