jueves, 17 de octubre de 2019

DEMANDA COMPETENCIAL DE PEDRO OLAECHEA

Luis Castillo Córdova | 5434 Lunes, 14 de Octubre de 2019

El autor sostiene que es irrazonable exigir la formalidad de la aprobación del Pleno del Congreso para admitir a trámite la demanda competencial, no solo porque no es posible de ser cumplida sino también porque impediría que el proceso competencial consiga su finalidad y que el TC cumpla con el encargo que justifica su existencia. En todo caso, refiere que, ante la duda razonable acerca de la procedencia o no de la demanda competencial, el TC deberá aplicar el principio pro actione y declararla admitida a trámite.

[Img #26067]


La posición jurídica del Tribunal Constitucional

Todos los órganos creados por la Constitución ocupan un determinado lugar en el sistema jurídico. Un tal lugar viene definido por la función que debe cumplir, y de esta dependerá las atribuciones que se le reconozcan. Al Tribunal Constitucional (en adelante TC) el Constituyente le ha encargado expresamente el control de la constitucionalidad de las decisiones públicas y privadas (artículo 201 de la Constitución). Para cumplir un tal encargo, le ha reconocido una serie de atribuciones (artículo 202 de la Constitución) de tal envergadura que permiten sostener que, en comparación a las atribuciones del otro controlador de la constitucionalidad (el Juez, según el segundo párrafo del artículo 138 de la Constitución), son mayores en número e intensidad. Esto reclama reconocer al TC como controlador mayor o controlador supremo de la constitucionalidad.

En la medida que no es posible una labor de control constitucional sin previa interpretación de la Constitución, deberá reconocerse que quien es controlador de la constitucionalidad necesariamente será intérprete de la Constitución. De modo que quien es controlador supremo irremediablemente será también intérprete supremo de la Constitución. Estos dos elementos dibujan la posición jurídica del TC en el sistema constitucional peruano: es supremo intérprete de la Constitución y supremo controlador de la constitucionalidad.

Consecuentemente, debe ser reconocido que el Constituyente le ha encargado al TC que controle la constitucionalidad de las interpretaciones que de la Constitución lleven a cabo los poderes públicos y los particulares; y que controle las decisiones (normativas y no normativas) que adopten los poderes públicos y los particulares. Esta es la razón de ser del TC en el sistema jurídico peruano: velar por la plena vigencia de la Constitución, evitando que sea falseada con interpretaciones inconstitucionales, y evitando que sea transgredida con decisiones (normativas o no normativas) inconstitucionales.

El proceso competencial

Al TC como supremo intérprete y controlador de la constitucionalidad, se le ha atribuido “[c]onocer los conflictos de competencia, o de atribuciones asignadas por la Constitución, conforme a ley” (artículo 202.3 de la Constitución). Como intérprete supremo de la Constitución, el TC identifica el contenido normativo de las distintas disposiciones que regulan las atribuciones y consecuentes competencias que el Constituyente ha asignado a los distintos órganos constitucionales.

El Poder Ejecutivo está habilitado para interpretar las disposiciones de la Constitución que regulan sus atribuciones; de la misma manera, el Congreso de la República está habilitado para interpretar las disposiciones de la Constitución que regulan sus atribuciones. Si estas interpretaciones son contrarias entre sí, el TC no solo tiene la posibilidad sino también la obligación constitucional de cumplir con la misión que le ha encomendado el Constituyente y que da sentido a su existencia, y debe proceder a dilucidar cuál de las dos interpretaciones efectuadas es la que se ajusta a la Constitución y cuál no.

El Constituyente ha decidido, pues, que el control de constitucionalidad tanto de las interpretaciones de las disposiciones de la Constitución que realicen los poderes públicos en relación a sus atribuciones y competencias, así como de las decisiones que hayan sido adoptadas con base en tales interpretaciones, se lleve a cabo a través del proceso competencial.

La legitimidad para obrar en el proceso competencial

El desarrollo del proceso competencial se recoge en el Código Procesal Constitucional, en el que se ha decidido que “[l]os poderes o entidades estatales en conflicto actuarán en el proceso a través de sus titulares. Tratándose de entidades de composición colegiada, la decisión requerirá contar con la aprobación del respectivo pleno” (artículo 109). Desde esta disposición es posible concluir las siguientes dos normas constitucionales adscriptas:

N109: Está ordenado a los poderes públicos o a las entidades estatales en conflicto, actuar en el proceso a través de sus titulares.
N109’: Está ordenado que, tratándose de entidades de composición colegiada, la decisión de interponer una demanda competencial cuente con la aprobación del respectivo pleno.

Estas dos normas predicadas del Congreso de la República, tendrán los siguientes enunciados deónticos:

N109: Está ordenado al Congreso de la República actuar en el proceso competencial a través de su Presidente.
N109’: Está ordenado que, tratándose del Congreso de la República, la decisión de interponer una demanda competencial cuente con la aprobación de su pleno.

Conviene preguntarse por la aplicación de estas dos normas constitucionales a la concreta demanda competencial presentada por Pedro Olaechea contra la decisión del Presidente de la República de disolver el Congreso de la República para indagar de cada una de ellas, primero, si es aplicable, y si siendo aplicable ha sido o no cumplida en la presentación de la concreta demanda competencial.

La subsistencia del Presidente del Congreso de la República

Resolver ambas cuestiones en relación a la norma N109, exige tomar en cuenta que el segundo párrafo del artículo 42 del Reglamento del Congreso, dispone que “[l]a Comisión Permanente está presidida por el Presidente del Congreso y está conformada por no menos de veinte Congresistas elegidos por el Pleno, guardando la proporcionalidad de los representantes de cada grupo parlamentario”. La Comisión permanente está integrada y presidida por el Presidente del Congreso de la República. La disolución del Congreso de la República, signifique lo que signifique, no alcanza ni al Presidente del Congreso de la República, ni a los congresistas que integran la Comisión Permanente. Todos ellos la integran en calidad de miembros del Congreso de la República y con tal calidad se mantienen. Si no se les considerase congresistas y, como tales, miembros del Órgano constitucional que titulariza el poder legislativo, no habría modo ni lógico, ni jurídico, de cumplir ninguna de las atribuciones que la Constitución asigna a la Comisión Permanente, atribuciones que son propias del poder legislativo que titulariza el Congreso y que ejerce a través de sus distintos órganos internos.

Bien vistas las cosas, la disolución del Congreso de la República lo que significa es la disolución de un concreto Pleno, pero no puede significar la disolución del Órgano ni la suspensión del poder público que éste órgano titulariza. El Congreso de la República como Órgano público sigue existiendo, ya no con todas sus atribuciones propias del poder público que titulariza y que ejercía a través de su Pleno que, aunque “máxima asamblea deliberativa (artículo 29 del Reglamento), no deja de ser uno de los órganos internos del Congreso (artículo 27.a del Reglamento); sino con algunas muy pocas atribuciones que ejercerá a través de otro (más que simple) órgano: la Comisión Permanente que, por mandato de la Constitución, seguirá existiendo. La existencia de esta Comisión es prueba inequívoca de que el Congreso como Órgano y el poder público que titulariza, no se han suspendido, siguen existiendo y, consecuentemente, sigue manteniéndose la figura de Presidente del Congreso de la República.

En el caso concreto, la demanda competencial ha sido presentada por Jorge Olaechea quien al momento de la disolución del Pleno del Congreso de la República era Presidente del Congreso, y que como tal no le alcanzó la disolución porque, por mandato del artículo 42 del Reglamento del Congreso, integra y preside la Comisión Permanente que  no ha sido disuelta.

En contra se ha sostenido que Pedro Olaechea no es Presidente del Congreso de la República porque no existe un tal Congreso al haber sido disuelto, consecuentemente no tiene legitimidad para demandar. Sin embargo, esta es una afirmación que no le acompaña la corrección exigida para ser tomada en cuenta. Nuevamente es importante una adecuada diferenciación entre lo fáctico y lo jurídico. Aun asumiendo que el Congreso de la República como Órgano constitucional ha sido suspendido, afirmación que acaba de ser negada, tal suspensión se ha verificado en los hechos, y queda por determinar si lo ha sido también jurídicamente. Solo si el Decreto Supremo de disolución es constitucionalmente válido, se podrá sostener que la disolución ha sido también jurídica, si no es constitucionalmente válido significará que jurídicamente no se ha producido la disolución del Congreso.

Esto tiene muchas y relevantes consecuencias; ahora solo podré mostrar una de ellas: algo que se va a discutir para definir su validez jurídica en un proceso constitucional, es manifiestamente inidóneo para definir el cumplimiento o no de un requisito de procedencia de ese mismo proceso constitucional. Esta consecuencia se sostiene sobre una exigencia básica de razón: el efecto nunca antecede a la causa y nada puede definir de ella. Así, es imposible dar por disuelto jurídicamente el Congreso para inmediatamente sostener que su Presidente no puede presentar la demanda competencial, cuando, precisamente, lo que hay por dilucidar en el proceso competencial es si éste, además de fácticamente, ha sido disuelto también jurídicamente (de modo válido).

Debe concluirse, entonces y en relación a la norma N109, no solo que es una norma aplicable, sino que es una norma que ha sido cumplida a la hora de ser presentada la concreta demanda competencial. Esta demanda ha sido interpuesta por quien tiene la representatividad del Congreso: su Presidente (El Presidente del Congreso tiene las siguientes funciones y atribuciones: a) Representar al Congreso”, dice el artículo 32 del Reglamento del Congreso). Veamos si lo mismo puede ser dicho de la norma N109’.

La inexigibilidad del acuerdo del pleno del Congreso de la República

Es indudable que en el caso concreto la norma N109’ no se ha cumplido en los hechos. En efecto, a la demanda competencial presentada por el Presidente del Congreso de la República, no se ha anexado ninguna acta con el acuerdo del Pleno del Congreso autorizando a presentar la concreta demanda competencial. Sin embargo, no todo incumplimiento fáctico significa necesariamente un incumplimiento jurídico. Saber si este caso es o no un incumplimiento jurídico, reclama averiguar si la norma N109’ es o no aplicable al caso concreto. Si se concluyese que sí lo es, entonces, el constatado incumplimiento fáctico habrá significado irremediablemente también un incumplimiento jurídico; si se concluyese que no es aplicable, no habrá habido incumplimiento jurídico y, consecuentemente, la demanda competencial habrá sido interpuesta debidamente por el Presidente del Congreso como su representante que es. Al menos tres razones pueden ser mostradas para sostener que la norma N109’ no es aplicable en este caso concreto.

En primer lugar, es una básica exigencia de razón que solo pueda ser exigido lo que es posible de ser cumplido o, dicho de otro modo, es irrazonable exigir el cumplimiento de lo que es imposible de ser cumplido. La imposibilidad de cumplimiento puede ser fáctica o jurídica. En este caso, no cabe duda de que el deber que trae consigo la norma N109’ es imposible de ser cumplido fáctica y jurídicamente desde que el Pleno del Congreso no existe porque ha sido disuelto fáctica y jurídicamente, aunque en este último caso aún está por dilucidarse si lo ha sido válidamente. La norma N109’ resulta irrazonable en este caso concreto y, consecuentemente, resulta contraria al artículo 200 de la Constitución que reconoce expresamente el principio de razonabilidad.

La segunda razón es el principio de flexibilidad recogido en el artículo III del Código Procesal Constitucional en los siguientes términos: “el Juez y el Tribunal Constitucional deben adecuar la exigencia de las formalidades previstas en este Código al logro de los fines de los procesos constitucionales”. Los fines de los procesos constitucionales han sido expresados en el artículo II del mismo Código de la siguiente manera: “Son fines esenciales de los procesos constitucionales garantizar la primacía de la Constitución y la vigencia efectiva de los derechos constitucionales”.

A través de la demanda competencial se intenta asegurar la supremacía de la Constitución, particularmente, de la parte referida a la regulación de la cuestión de confianza y de la disolución del Congreso, así como en relación al derecho fundamental a ser elegido que titularizan los congresistas disueltos. El principio de flexibilidad significa un deber de exigir razonablemente el cumplimiento de las formalidades. Será una tal exigencia razonable aquella que permite el aseguramiento pleno de la normatividad de la Constitución, es decir, será una exigencia razonable de las formalidades aquella que no impida llevar a cabo el respectivo control de constitucionalidad en la interpretación y ejercicio de las distintas atribuciones y competencias atribuidas por el Constituyente a los poderes públicos, y que a la vez no impida al TC cumplir la misión que da sentido a su existencia como supremo intérprete y controlador de la constitucionalidad en los términos explicados arriba.

En el caso concreto, es irrazonable exigir que en estas singulares circunstancias se cumpla la formalidad de la aprobación del Pleno del Congreso para admitir a trámite la demanda competencial, no solo porque, como y se advirtió, no es posible de ser cumplida, sino también porque exigirla impedirá al proceso competencial conseguir su finalidad y al TC cumplir con el encargo que justifica su existencia.

Con base en estas dos razones se puede concluir que la norma N109’ no debe ser aplicada en este caso concreto. Sin embargo, si no se estuviese de acuerdo, por lo menos se tendría que estar de acuerdo en que ellas permiten concluir, por lo menos, que en el caso concreto existe una duda razonable acerca de la procedencia o no de la concreta demanda competencial. Frente a esa duda, y esta es la tercera razón, el TC debe aplicar el principio pro actione recogido también en el artículo III del Código Procesal Constitucional en los siguientes términos: “Cuando en un proceso constitucional se presente una duda razonable respecto de si el proceso debe declararse concluido, el Juez y el Tribunal Constitucional declararán su continuación”. Es decir, ante la duda, el TC tiene la obligación de continuar con el trámite y declarar admisible la demanda competencial y dar iniciado el proceso competencial concreto.



[*] Luis Castillo Córdova es profesor de Derecho constitucional, de Derecho procesal constitucional y de Argumentación jurídica en la Universidad de Piura.

No hay comentarios:

Publicar un comentario